El sistema de signos empleado para trasladar sonidos al papel no es una invención moderna, sino el resultado de un largo proceso, que ha tenido múltiples variantes y cuyos resultados se han ido perfeccionando durante cinco siglos, del X al XVI.
Antes de existir un método de escritura, la música se transmitía oralmente de generación en generación. Durante los siglos V al VII d.C. se desarrolló un sistema de escritura con unos símbolos conocidos como neumas, y proporcionan una idea aproximada de la melodía. En el siglo IX apareció la pauta, de una línea primero y más tarde de cuatro, como la encontramos en el sistema de notación de canto gregoriano. En cuanto a la pauta de cinco líneas actual, el pentagrama, aunque había aparecido en el siglo XI, no se acordó su uso hasta el siglo XVI.
Durante la Edad Media comenzaron a anotarse los cantos gregorianos incluyéndolos como parte de los famosos códices. Estos libros estaban realizados como obras de arte y eran únicos, por lo que la anotación musical era un conocimiento muy elitista, reservado únicamente para algunos monjes privilegiados.
La invención de la imprenta en 1455 supuso el cambio radical de esta situación. A partir de ese momento se tuvo la posibilidad de multiplicar los originales de las partituras. No obstante, según los expertos, sólo una décima parte de la música escrita con anterioridad a 1600 ha llegado a nuestras manos, debido principalmente a que hasta esa fecha la impresión seguía siendo cara y compleja. Generalmente las copias de las partituras se hacían a mano por expertos. Así, gracias al buen hacer de Bach, las obras de Vivaldi han llegado hasta nuestros días. A partir de 1700, con la llegada de la burguesía al poder, se empezará a producir y a distribuir música impresa a gran escala. Es éste el principio de una evolución que, ayudada por los avances tecnológicos, ha desembocado en la actual presencia constante de la música en nuestra vida cotidiana.
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